Me gusta dar paseos fuera del asfalto. Cerca de donde vivo hay una pequeña montaña desde donde se puede observar toda la ciudad a los pies del mar. Es una caminata entre pinos, fácil y agradable. En el trayecto, mientras atravieso un parque, encuentro siempre en el mismo sitio y en la misma posición a un hombre. No sé si es un mendigo, un desengañado de la vida, un filósofo o un loco. La mayor parte del tiempo está tumbado con la cabeza apoyada en un saco blanco, aparentemente lleno de ropa y cerrado con la atadura de una cuerda. Otras veces, sentado sobre él. Lleva más de un año en el mismo sitio, todas las horas del día. Aunque con ganas, nunca he hablado con él. De tanto verlo, mañanas y tardes, se ha vuelto familiar. Lo he bautizado con el nombre de Diógenes, en honor al filósofo griego.
Lo que Diógenes significa para mí es un cuestionamiento permanente sobre el sentido de mi vida, pero desde una perspectiva optimista. Cada vez que lo veo, me recuerda que podemos vivir con muy pocas cosas materiales, pero también que la inacción lleva a la desesperanza y necesitamos un «motivo» para levantarnos cada mañana, que nos proporcione el empuje necesario para vivir con ilusión.
Voy a hacer una predicción. Y no me voy a equivocar. En 100 años todos habremos desaparecido, al menos los que hoy vivimos. Quizá queramos vivir de espaldas a esta realidad, pero eso no va a cambiar las cosas. La forma y la actitud que tomamos ante la vida no tiene en cuenta ese destino. Vivimos y actuamos como si fuéramos a vivir eternamente, por más que nos empeñemos nuestra vida tiene fecha de caducidad. Especialmente, durante la juventud vivimos con esa vitalidad propia de quien va a «durar toda la vida», como si fuéramos inmortales. Quizá esta actitud tenga que ver con una de las estrategias de la vida para asegurar la descendencia, un obstinado principio que rige a todas las especies.
Piensa que dentro de 100 años otras personas vivirán en tu casa, esa que con tanto esfuerzo y sudor pudiste conseguir, tu coche soñado habrá terminado en un desguace cubierto de herrumbre o tal vez fundido en una nueva máquina. Pero también dentro de 100 años habrán desaparecido las personas más ricas del planeta, esas que poseen cantidades obscenas superiores a 200.000 millones de dólares. Realmente poseer ese dinero no significa casi nada. Es como poseer las estrellas que no son de nadie, pero hay quien tiene el placer de contar estrellas.
Esta actitud de actuar como si fuéramos superhombres está acentuada en estos tiempos por jóvenes y no tan jóvenes con una actitud posmoderna, inconscientes de sus limitaciones. Antes se temía a la muerte. Después pasó a ser ignorada; lo que el filósofo José Luis López Aranguren llamaba la muerte eludida, es decir, ya que no podemos eliminar la muerte, eliminemos la preocupación por ella. Sin embargo, hoy actuamos como si fuésemos inmortales. Aunque esto no es algo nuevo en la condición humana. Una epopeya arcadia de hace más de 2000 años cuenta la historia de Gilgamesh, un héroe imprudente y arrogante que creía que podía conseguir la inmortalidad. Al final, aceptó su destino y comprendió que la verdadera inmortalidad es el impacto que dejamos en el mundo cuando nos vamos.
No sería justo si no mencionara que también hay algunas excepciones de personas que viven su vida con el pragmatismo de la filosofía estoica, curiosamente entre gente joven. Uno de los principales axiomas de esta filosofía es memento mori (recuerda que morirás). Es un pensamiento optimista, una invitación a saborear la vida, a priorizar lo importante, a poner los pies en la tierra y a tomar perspectiva de quiénes somos. Es un antídoto contra la vanidad. Los estoicos pensaban que no deberíamos temer a la muerte, ya que al morir simplemente regresamos al mismo lugar en el que estábamos antes de nacer.
Lo más importante de la muerte es la vida; es un recordatorio constante de la finitud de nuestra existencia y, por lo tanto, es una reivindicación de la vida misma. Saber que nuestro tiempo aquí es limitado debería afectar profundamente nuestra forma de vivir, pero muchas personas parecen estar desconectadas de esta perspectiva y actúan como si poseyeran el don de la vida eterna. ¿Cómo estoy viviendo mi tiempo? ¿Realmente tiene sentido acumular bienes materiales? ¿Es satisfactorio trabajar tantas horas que olvidamos el disfrute de la vida misma? ¿Por qué buscamos satisfacciones momentáneas y perecederas como el consumo? ¿Por qué nos preocupamos por cosas que no tienen importancia y malgastamos nuestro tiempo en superficialidades? A veces tengo la sensación de que nuestra existencia se ha banalizado por falta de sentido y que se nos pasa la vida, apenas sin conciencia, entretenidos con cosas irrelevantes que solo gastan nuestro tiempo.
Diógenes me hace reflexionar sobre nuestras elecciones y prioridades, motivándome a vivir cada día con la conciencia de que nuestra existencia es preciosa e inestimable. Ha optado por una vida sin apego a lo material, alcanzando una libertad que pocos de nosotros conocemos. Sin embargo, su elección por la inacción y la vida contemplativa es algo que no alcanzo a comprender del todo. Aun así, me invita a cuestionar cómo utilizo mi tiempo y a aprovechar cada momento al máximo, disfrutando plenamente de la vida.
Tal vez Diógenes no sea el ejemplo a seguir, pero tiene el valor de cuestionar nuestro estilo de vida. Un mendigo, un desengañado de la vida, un filósofo, un loco… que claramente se ha posicionado en contra del estilo de vida imperante.
¿A qué dedicas tu afán, tu motivación, tu ilusión y tu tiempo? ¿A qué dedicas tu vida?
Hoy la ciudad ha amanecido gris y lluviosa y me pregunto si Diógenes seguirá en su sitio como una voz que clama en el desierto.
Añadir comentario
Comentarios